Asistentes vs. Disertantes: la batalla por la atención

Asistentes vs. Disertantes: la batalla por la atención

Anfiteatro. 200 alumnos. Uno de ellos decide retirarse a los 5 minutos de comenzada la clase. Al empujar la pesada puerta de metal que lo llevará a la libertad se encuentra con que la misma, por algún motivo mecánico que desconocemos, se ha trabado y no puede abrirse fácilmente. Habiendo quedado expuesto no encuentra mejor alternativa que sentarse nuevamente y escuchar los 85 minutos de clase restante. ¿Estamos en la presencia de un acto de suprema justicia?

Esta anécdota que me comentó uno de mis alumnos antes de ingresar a clases me recordó una vieja discusión que tuve con diferentes personas en múltiples ocasiones. ¿Debe la audiencia prestar atención a un disertante o debe el disertante ganarse la atención de su audiencia?

De chiquito mi papá y mi mamá me enseñaron que debía prestar atención a mis maestros. Eso funcionó bien durante muchos años. Al comenzar a estudiar una carrera universitaria esa regla cambió: por primera vez pude decidir si quería asistir o no a clases teóricas, las cuales eran opcionales. Anfiteatros repletos y horarios poco amigables inclinaban una balanza que acusaba una carga desigual. Sin embargo, el factor más importante para desistir de una clase eran los horribles profesores que repetían los contenidos de los libros al pie de la letra, como si fuera que la repetición del discurso durante el sueño fuera a registrarse en mis neuronas (sí, también probé lo de grabarme y escuchar las grabaciones de dormido: nunca me funcionó).

¿Quién es el profesional en esta relación? ¿El alumno o el docente? ¿El asistente o el disertante? ¿Quién es el que paga y quién es el que cobra? ¿Quién es el que debe transmitir una idea? ¿Quién es el que «vende»? ¿Quién es el que «compra»? Que quede claro: la responsabilidad y la presión está del lado del que tiene el micrófono. Un profesional toma la iniciativa y enfrenta cada audiencia como un nuevo desafío. Tiene una misión y va a preparse tanto como sea posible para captar la atención de quienes van a darle una oportunidad de escucharlo. La atención es un recurso escaso y no podemos obligar a nadie a entregarlo sin brindar algo de valor a cambio.

¿Esto convierte al auditorio en una especie de zona liberada? Por supuesto que no: el asistente debe ser respetuoso, en primer lugar, ante sus pares. Hablar y murmurar molesta más al compañero que al disertante. En un ambiente justo para todos, el asistente debería estar en condiciones de retirarse cuando lo desee, sin molestar a los demás. No descartemos la opción de dormir una siesta que nunca le hizo daño a nadie.

Finalmente me gustaría dejarles tres casos de disertantes horribles que he visto en numerosas ocasiones desde que tengo edad para pararme e irme de una clase o una conferencia. Que el camino de la sabiduría y el conocimiento los mantenga alejados de estos especímenes:

  1. Disertante stand up: entendió que debía ser chistoso y ocurrente para ganarse a la audiencia pero se olvidó que además venía a hablar sobre algún tema en particular. ¿Alguien le puede avisar que al superar 30 minutos de no decir nada útil deja de ser gracioso?
  2. Egorencista: está tan fascinado consigo mismo que supone que todos los demás también lo estaremos. Ya entendimos lo groso que sos, ahora estaría bueno que también nos enseñes algo que podamos aplicar.
  3. Disertante karaoke: ¿quién necesita saber de lo que habla si tiene una presentación con un montón de letritas? Esta categoría de orador puede hablar sobre cualquier cosa siempre y cuando le provean diapositivas que pueda leer. «Lean conmigo que a esta nos la sabemos todos…»